Misterios, ovnis

Roswell (USA) y 50 años de marcianos
Publicado en La Voz de Galicia (julio 2007)R

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INCIDENTE DE ROSWELL


Los marcianos cumplen 50 años


En 1938, Wells relató en la radio la invasión alienígena de «La Guerra de los Mundos». Pero la fiebre llegó en julio de 1947, cuando un granjero halló en Roswell los restos de un ovni.

Autor:
E. V. PITA

Fecha de publicacion: 17/7/2007

Amanece y los rayos de sol despiertan a los viajeros del bus nocturno de Greyhound que se dirige a Alburquerque. El autocar cruza un polvoriento pueblo de Nuevo México, en tierras antaño saqueadas por el revolucionario Pancho Villa.

El calor ya empieza a abrasar la chapa metálica del autocar. Un cartel señala la mítica Ruta 66 que atraviesa este estado, Texas y Arizona. Es un paraje sin casas; sólo caravanas y cactus. Una joven estudiante de impoluta camisa blanca espera solitaria con su maleta en la parada. Sonría a los pasajeros, que se alegran de que no haya subido otro agente de Inmigración a pedir papeles en busca de espaldas mojadas.

El conductor avisa por megafonía de que, en breve, hará su rigurosa parada en una cafetería al pie de la carretera. Parece un auténtico pueblo del oeste, con casas de madera y anuncios de neón de tiendas desperdigadas a lo largo de una única calle. Algunos camiones con tráileres gigantescos y altas chimeneas aparcan por las aceras.

Entonces, el pasajero somnoliento abre los ojos de par en par. ¿Es un sueño o acaba de ver a un marciano? Un muñeco alienígena gigante sonríe y le saluda desde un museo local de la carretera mientras los turistas lo fotografían. El pasajero consulta su guía intrigado: «Esto sólo puede ser Roswell».

El pueblo del sureste de Nuevo México es la meca de los estudiosos del fenómeno ovni. A un lugar tan apartado sólo se puede llegar por casualidad o accidente. Que se lo pregunten a los pilotos extraterrestres del platillo volante que supuestamente se estrelló en este desierto en julio de 1947. Semanas antes, el piloto civil Kenneth Arnold había avistado nueve objetos luminosos en el cielo del monte Rainier, hecho que inauguró oficialmente la era de la ufología.

Este mes se cumplen 50 años del incidente de Roswell. Todo empezó entre el 24 de junio y el 5 de julio. Mack Brazel, un granjero de Nuevo México, descubrió unos restos dispersos por su rancho de Corona y avisó al sheriff. El diario Roswell Daily Record publicó días después que el misterioso aparato era un objeto del tamaño de una mesa, poseía caucho de color gris esparcido, gran cantidad de papel de plata, cintas adhesivas con diseños florales, varillas de madera y no apareció ningún metal que hubiese sido usado como motor.

Durante cuatro décadas, la prensa y los cazaovnis vertieron ríos de tinta y especularon sobre la tecnología de una nave extraterrestre y la autopsia a sus tripulantes.

Pero el mito se derrumbó hace poco. La descripción del aparato coincide con la de un sistema de detección acústica de baja frecuencia que llevaban unos globos meteorológicos de largo alcance desarrollados por el proyecto Mogul, un alto secreto de Estados Unidos para espiar a la URSS. El objetivo de los globos era captar explosiones nucleares soviéticas en la alta atmósfera, pues, en plena guerra fría, Stalin quería tener su bomba. Todo apunta a que el vuelo 4 de prueba de un globo espía se estrelló en Roswell.

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 "Drácula vende su castillo"

Autor : E.V.Pita

Publicado el 21 de enero del 2007 en La Voz de Galicia, en el suplemento Los Domingos de La Voz

Cuesta 60 millones de euros, pero el condado de Brasov quiere recuperar mediante un «leasing» la fortaleza de los Cárpatos. El precio lo vale: miles de turistas acuden cada año allí atraídos por el mito de Drácula

EL ESCENARIO
Inspiró a  Bram Stoker
Pese a su ñoña apariencia, las torres del castillo de Bran bastaron para convencer al autor de «Drácula» de que era allí donde debía situar la morada del muerto viviente. La novela de terror de Bram Stoker, escrita en 1897, se convirtió en el tercer libro en inglés más leído tras la Biblia y las obras de Shakespeare.
No se limitaba a relatar desde un enfoque moderno una historia de vampiros, temidos ya por las legiones romanas. Lo inquietante del libro era que el príncipe de las Tinieblas viajaba a Londres y seducía a inocentes damiselas a las que, tras besarlas en el cuello, transformaba en lascivas vampiresas. 
Escandalizó a la alta sociedad del Imperio británico y dio la estocada final al puritanismo victoriano.

El atestado tren nocturno procedente de Budapest atraviesa las amarillentas llanuras de Transilvania. En los compartimentos separados viajan familias enteras, algunas compuestas por nómadas cíngaros, siempre de buen humor. Al pie de las vías, surgen oxidadas fábricas e industrias pesadas. Los campos de cereales rumanos parecen más descuidados que los húngaros. Al fondo, se divisa la silueta de los montes Cárpatos. La locomotora entra en el condado de Brasov. Son las seis de la mañana y la estación de Bran está repleta de viajeros. Una aldeana sube la escalinata de gris mármol de imitación con una vieja maleta a cuestas y acompañada de un anciano con un fardo de ropa.
En la explanada cercana, el humo de los motores de los autobuses se expande por la zona.
Hay que cruzar la calzada y un mercado callejero para alcanzar el primer barrio, con edificios de oficinas construidos con cutres bloques grises de cemento.
Desde el restaurante McDonald’s de la plaza principal se llega al casco viejo de Bran. El estilo de los edificios es alemán, pues la rica burguesía bohemia ocupó durante siglos la ribera de aquel valle. Al doblar la esquina del hotel de la alameda se halla el museo del conde Drácula. Sí, el vampiro imaginado por el escritor romántico Bram Stoker, quien se inspiró en el príncipe transilvano Vlad el Empalador, ha dejado su huella en estas tierras. Y las autoridades intentan sacar dinero a los turistas con esto. Incluso hay rutas organizadas. La morada del Príncipe de las Tinieblas se halla a unos diez kilómetros de Bran.
Para llegar allí se puede tomar un destartalado bus con agujeros en el suelo. El viaje dura media hora y, a medida que el bus avanza, la sombra de las nubes oscurece la estrecha carretera rodeada de pastos. El calor aprieta. A través de la ventanilla, se ven las oscuras siluetas de los abetos de las montañas de los Cárpatos.

En el corazón de Transilvania

La llegada al pueblo es sobrecogedora; los tejados y paredes de piedra negra de las casas rústicas hacen que uno se sienta inmerso en el corazón de Transilvania. A pocos kilómetros se extienden las tierras de Valaquia. Sobrevuelan la carretera unos grandes cuervos negros. Y allí está, sobre una colina rocosa se levanta un castillo de cuatro altas torres y tejados rojos puntiagudos. Tal y como aparece en las películas de Hollywood, aunque más pequeño.  El misterio queda roto por los puestos de venta de suvenires.
Atravesamos el lago, junto al cual está el Museo Etnográfico, que reconstruye un típico pueblo transilvano. Tras escalar las rocas, se entra en las puertas del castillo en el que se inspiró Bram Stoker, el autor de la novela Drácula.
Desde aquella atalaya, el cruel príncipe Vlad Tepes de Valaquia, conocido como Draculae (El Dragón), dominaba el valle y los pasos a los Cárpatos, entre Bucegi y la Piatra Craiului. La fortaleza fue construida por los caballeros de una orden militar que en el siglo XIII protegían las ruta de peregrinación a Jerusalén en plenas cruzadas.
Dos siglos después, el castillo gótico intentó frenar el avance de las hordas turcas que acababan de conquistar Constantinopla y que amenazaban las puertas de Viena.
Pero los guías rumanos no se atreven a afirmar con seguridad que el malvado Vlad residiese aquí. Lo único constatado es que dicho noble, un psicópata aficionado a ensartar en estacas a sus enemigos musulmanes, a los rebeldes y a su propio pueblo, pasó un par de días en las mazmorras de la villa de Bran, ocupada por los otomanos.
Ni siquiera la novelista moderna Elisabeth Kostova, autora de La historiadora, concede demasiado protagonismo a esta morada de Drácula. Su personaje femenino busca la tumba del vampiro en otras fortalezas: junto a un lago, en una aldea rumana y en una iglesia templaria francesa.
Al atravesar las puertas del castillo, le invade a uno una sensación de desasosiego. Pero, dentro de los muros, la angustia pronto desaparece.
¿Por qué ese cambio?
Uno tampoco es que espere hallar ataúdes o espejos antiquísimos en los pasillos. Lo que ocurre es que la decoración barroca de las alcobas y los aposentos tiene un cursi aire victoriano propio del siglo XIX. Ni rastro de mazmorras, aunque hay un pasadizo al que no todos los turistas acceden. 

Cambios de dueños

En 1920, la fortaleza fue donada por el ayuntamiento a la reina María de Rumanía, perteneciente a la familia real inglesa y rusa. Su alteza lo restauró para convertirlo en una bonita residencia de verano y le incorporó un ascensor. El castillo fue requisado por el régimen comunista y convertido en museo y atracción turística. Las autoridades proyectaron abrir un parque temático llamado Draculand. En el 2001, fue devuelta a sus legítimos propietarios: Dominic de Habsburgo y sus hermanas, herederos de la princesa rumana Iliana.
Actualmente, la fortaleza alberga un museo de arte medieval. El presidente del condado de Brasov, Aristotel Cancescu, hizo el pasado noviembre una oferta y esta misma semana el castillo dio los primeros pasos para cambiar de manos por el módico precio de 60 millones de euros. Es la cantidad que el gobierno regional de Brasov pidió en leasing a un banco austríaco para recuperar el principal símbolo de Transilvania y Valaquia.
El interior de la fortaleza guarda poco de sus batallas y mantiene un aire cursi del siglo XIX
Hace unos años las autoridades proyectaron un parque temático llamado «Draculand»

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La Voz de Galicia, 9 de diciembre del 2005


Nueva Zelanda: La auténtica isla del gran gorila King Kong


E. VÁZQUEZ PITA

 Aeropuerto de Christchurch (capital de la isla Sur de Nueva Zelanda). Última llamada para los pasajeros que van a embarcar hacia la volcánica Roturua. Unos fortachones ganaderos de Dunedin, con sombrero de ala, entran en el finger. Pasarían por jugadores de rugby. Les sigue un estresado ejecutivo de pelo rizo y tez morena. Cerca, una pareja de maoríes, obesos de tanta comida rápida, conversan sobre algún programa de su televisión étnica.

Al poco, el avión sobrevuela los verdes acantilados de Kaikoura,con las rocas atestadas de focas y ballenas a la vista. De fondo, las cordilleras nevadas. Desde la ventanilla se distinguen las frías aguas del estrecho de Cook. Abajo,frente a la capital, Wellington,se aprecia un fiordo y un archipiélago montañoso cubierto de nubes. Allí, teóricamente,debería situarse la isla Skull (isla Calavera), donde mora el simio King Kong.

Al menos, esa es la zona, ahora convertida en filón turístico,de Nueva Zelanda donde Peter Jackson ha rodado el remake del clásico de 1933. Las anécdotas son recogidas por el New Zealand Herald, como ya hizo con El señor de los anillos.
Nueva Zelanda tiene dos islas: la Sur, salvaje y deshabitada, y la Norte, parecida a un jardín inglés rodeado de volcanes y calderas de azufre.
Los ganaderos talaron el Rain Forest (bosque lluvioso) y roturaron la tierra para prados. Por ello, Jackson ha recurrido a decenas de maquetas para recrear el paisaje original. Entonces,¿dónde está la verdadera isla Calavera?
 Habría que buscarla en el sur, en los fiordos de Doubtful Sound, una remota región repleta de bosques fósiles. Ni siquiera las tribus maoríes se adentraron allí. El viaje dura dos o tres días en coche por escarpadas carreteras sin tráfico. Conviene parar en un café del monte Cook para saborear una magdalena muffy de chocolate y un café caliente,no tan aguado como el americano.

Desde la ventana, se divisa el monumento a la oveja merina y, a lo lejos, la pradera donde se rodó una batalla de El señor de los anillos.
A lo largo de la carretera, aparecen decenas de kiwis aplastados. Este diminuto pájaro nocturno no teme a los faros ni a los depredadores, pues a estos parajes sólo llegaron aves, como las extintas moas.
Más al sur están las minas de Arrowtown, un pueblo de buscadores de oro, y Queenstown, la bulliciosa capital del esquí.
Allí trabaja Javier, un monitor madrileño: «En invierno estoy en Sierra Nevada y en verano aquí; me presenté y me dieron una oportunidad».
El pueblo de madera del lago Te Anau es la última frontera con la civilización. El camino finaliza en los fiordos de Doubtful Sound. Sus acantilados cubiertos de nubes dan entrada al mar de Tasmania.
Allí sólo moran los pingüinos y unos loros que devoran la goma de los neumáticos y los sándwiches de los turistas. Sus oscuros bosques y ríos están flanqueados por helechos fósiles de seis metros de alto.
Algunas plantas es mejor no tocarlas porque su roce es letal.
Quizás de algún rincón surja King Kong. Pero sus rugidos y aullidos serían apagados por el ensordecedor ruido de las cascadas.

El Rain Forest (bosque lluvioso) de la isla Sur está cubierto por helechos de seis metros de altura, auténticos fósiles vivientes.
La isla Skull tiene parajes similares a los fiordos de Doubtful Sound y sus bosques, aunque a Nueva Zelanda sólo llegaron las aves y ningún depredador.



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