África (sur)

culturas 28 de febrero del 2004
La Voz de Galicia

Tras las pisadas de Livingstone


SE CUMPLE UN SIGLO DE LA MUERTE DEL PERIODISTA HENRY M. STANLEY Y 150 AÑOS DESDE QUE EL MISIONERO AL QUE FUE A BUSCAR EN EL CORAZÓN DE ÁFRICA EMPRENDIESE SU EXPLORACIÓN

texto: Enrique Vázquez Pita

fotos: José Luis Cadahía y E. Vázquez Pita

En 1868 estalla la Revolución Gloriosa en España que destrona a Isabel II. El New York Herald envía al periodista John Rowlands, quien firma sus crónicas como Henry Morton Stanley, a entrevistar al general Prim. El corresponsal, curtido en la guerra de Secesión americana y las campañas indias, presencia los combates en las barricadas de Zaragoza y Valencia.
En octubre de 1869, el cronista, que reside en la calle de la Cruz, en Madrid, recibe un telegrama de su director, James Gordon Bennet, para que se reúna urgentemente con él en París. Stanley registra en su diario: «Me dijo que debía escribir la crónica de la inauguración del Canal de Suez, algunas observaciones sobre el Alto Egipto, las excavaciones de Jerusalén
y Crimea, la política siria y turca, los proyectos de Rusia en el Cáucaso,
la situación en Persia, una mirada a la India y finalmente,... ¡buscar a Livingstone en el África ecuatorial!».
La expedición en busca del misionero y explorador escocés concluyó en 1871 en el lago Tanganika con aquel «Doctor Livingstone, I presume?». Sir Stanley, apodado Bula Matari (Rompedor de Rocas), falleció el 10 de mayo de
1904 en Londres, hace cien años.
Su último deseo fue reposar en la abadía de Westminster junto a
Livingstone, «como era correcto», pero el obispo se opuso.

La gran hazaña de Livingstone se forjó hace 150 años. El 31 de mayo
de 1854, David Livingstone rechazó la oferta para embarcarse hacia Inglaterra desde Sao Paolo de Luanda, el puerto colonial portugués
en Angola. Prefirió internarse en las selvas, con 114 porteadores, y
alcanzar el corazón de África en una travesía repleta de horrores. El
misionero presenció crueles actos de esclavismo y canibalismo y criticó
la poligamia. En noviembre de 1855, el explorador abandonó el río Linyati, en el Chobe y «descubría» las cascadas que los nativos batonga llamaban Mosi-oa-Tunya (El humo que truena). El doctor las rebautizó como Cataratas Victoria, en honor a su reina. «Escenas tan maravillosas tienen que haber sido contempladas por los ángeles en su vuelo», anotó el misionero
en su diario, reforzado con tapas metálicas. Ciento cincuenta años después, la séptima maravilla natural del mundo sigue cautivando al viajero. La atronadora cortina de vapor de agua pulverizada se eleva en el cielo y es visible a 20 kilómetros de distancia.

Livingstone inició su aventura africana en 1840, en el puerto sudafricano de Ciudad del Cabo,en el que sobresale su meseta Table Mountain, a la que se asciende en teleférico y desde la que se divisa el cabo de Buena
Esperanza. El visitante todavía puede pasear por las coloridas casitas del barrio malayo, el Bo-Kaap, que alojaba a los esclavos musulmanes y donde ahora ruedan series de televisión. Y al caminar por los bares y galerías
de arte del Strand uno rememora los salones de Bourbon Street de Nueva Orleáns, pero sin ambiente.

Los bóers holandeses de Ciudad del Cabo le boicotearon el viaje
al misionero británico, quien se ganó el respeto de las tribus hostiles
tras denunciar el esclavismo. Siglo y medio después, el fin del segregacionismo choca contra un muro invisible: la propiedad. Es
fácil de comprobar que existe un apartheid invisible: los dueños
de las tiendas, los bares o las farmacias siguen siendo blancos
o asiáticos. Los zulúes tienen difcultades para incorporarse a la
economía de mercado. «El capitalismo sudafricano es un modelo a exportar al resto de Africa», defiende Mattew, un descendiente de los colonos afrikaners.

FRONTERA POLVORIENTA
El río Orange es la polvorienta frontera que separa la verde Sudáfrica
de la arenosa Namibia y de las resecas y amarillentas hierbas de la estepa del Kalahari. Esa fue la ruta que siguió Livingstone, donde casi se muere de sed y sobrevivió al ataque de un león.

En un remoto paraje del Orange, una colona afrikaner aparca descuidadamente
su desvencijada camioneta en la puerta del ultramarinos, junto a una chatarrería y una gasolinera de BP. La mujer, de unos 40 años, sienta a su pequeña hija en el mostrador y atiende cecijunta a los clientes. Uno se
pregunta qué diablos le ha traído a este solitario páramo. Es hora
de aprovisionarse de agua. Cuanto más arriba, más rands costará. El
líquido elemento tiene tal valor que Botswana denomina pula (agua) a su moneda nacional.

La siguiente etapa es Windhoek, la capital namibia, donde los armadores gallegos negocian acuerdos de pesca mientras la flota congeladora fondea en
Balvis Bay. La bulliciosa ciudad, plagada de centros comerciales, está a las puertas del desierto del Kalahari, cruzado ahora por una autopista. «Es una inmensa llanura con hierbajos amarillos. No merece la pena», asegura un sudafricano. Poco ha cambiado en esta arenosa planicie desde que la atravesó Livingstone. Seguramente, el también fue observado por los monos babuinos, que saltan las cercas de alambre y vagan por las
cunetas de las carreteras.

Las arenas del Kalahari mueren en el delta del Okavango. Es el único gran río del mundo que desemboca en un desierto. Los pescadores todavía navegan
por los juncales en sus piraguas de madera del baobab, llamadas makoros. La guerra civil de Angola ha preservado la fauna local pero los nativos lamentan que la ex colonia lusa construya ahora presas en el curso alto del río Cubango. «Retienen el agua, el pantano se seca y los peces habrán muerto cuando regrese la estación de las lluvias», afirma un makorista de
Maun, la villa próxima.

En el bullicioso mercado de Maun pasean mujeres herero, vestidas
con el típico traje victoriano y gorro diseñado por la puritana
esposa de un pastor protestante. Mientras, los comerciantes chinos
han sembrado Bostwana de tiendas de ropa.

Livingstone llegó en 1855 al Chobe, ahora un parque natural protegido de Bostwana donde los turistas navegan en barcaza para fotografiar la fauna salvaje en las islas. Allí viven en libertad manadas de cebras y spring-books (gacelas Thomson), búfalos, leones en plena riña, martínes pescadores que se sumergen en picado, pelícanos, águilas imperiales,
cocodrilos que devoran una cría de hipopótamo y elefantes que se recogen al atardecer.

Los lugareños residen en unas pallozas circulares, construidas con latas de coca-cola aplastadas como bloques. Una mona babuina y sus crías remueven en un contenedor de basura, mientras desfilan a su lado escolares uniformados.

Por doquier, los carteles del gobierno advierten del peligro del sida, que afecta a uno de cada tres habitantes. Y a pocos kilómetros, en Zambia, comienza la zona de riesgo de la malaria.

Pasado el Chobe, es fácil divisar la nube de agua de las cataratas Victoria. La ruta hacia las cataratas continúa por la carretera de
Zimbabwe. Al contrario que en otros países del sur de África, las
calzadas carecen de alambradas y son cruzadas por elefantes y cebras, como bien advierten las señales de tráfico. Así se llega al bullicioso pueblo de Vic Falls, el único que no se ha resentido de la crisis económica de Zimbabwe, que enfrentó a los nativos con los granjeros blancos de la antigua Rhodesia. Las cosas van mal y eso se nota en el precio de la moneda
oficial, que se paga tres o cuatro veces más caro en el mercado negro. Algo que no ignoran los vendedores ambulantes, la mayoría descalzos y con ropas raídas, quienes muestran a los turistas unos colgantes de madera que
ellos denominan Ngami (Agua).

Ngami es el nombre del lago que localizó el misionero escocés en su primera ruta por el Kalahari. Livingstone dio con el curso de las grises y turbulentas aguas del río Zambeze y poco después topó con El humo que truena. Una placa a los pies de la estatua del explorador, ataviado con su
característica gorra, recuerda que fue el «primer hombre» que presenció la caída de 545 millones de litros de agua por minuto por una estrecha falla de 107 metros de altura y 1,7 kilómetros de largo. Habría que matizar: primer hombre blanco. Pero en los años 50, antes de la descolonización, el
gobierno de la antigua Rhodesia no reparaba en esos detalles. Para
compensarlo, el gobierno nativo obliga ahora a pagar diez dólares más a los ciudadanos británicos por el visado.

El líquido pulverizado de las Vic Falls rebota y asciende en una densa columna que empapa a los visitantes desprovistos de chubasqueros. Merece la pena ver este salto, alegrado por el arco iris. En el curso bajo, aventureros y deportistas hacen rafting en canoa sobre los rápidos
más espectaculares del mundo, seguidos por la aviesa mirada de los cocodrilos. Son los mismos que luego saborean en el famoso restaurante Mama África un puré de patatas con carne de venado y aromática salsa.

Sobre los acantilados se divisa la depauperada Zambia, a la que se accede por el legendario puente de hierro sobre el Zambeze. Todos los días, camionetas con decenas de mujeres cruzan la frontera desde la cercana ciudad de Livingstone para vender fruta y artesanía de madera, tela y yeso. Basta con cruzar la mitad del puente para poder decir que has pisado el corazón de África. La orilla norte del río Zambeze, en Zambia, está poblada de jirafas, elefantes y hipopótamos. Las barcazas y cruceros continúan en dirección a Angola y se detienen ante la rojiza puesta de
sol.

Livingstone prosiguió su ruta por este río hasta desembocar en la costa de Mozambique. Fue el primer europeo, que se sepa, que cruzó a pie el continente africano de oeste a este.

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domingos de La voz
2 de enero del 2005
La Voz de Galicia

Aquí el agua no mata


Conflictos del agua en el sur de Africa (delta del Okawango, Botsuana...)

El maremoto de Asia tiene su contraposición en el delta del Okawango, un río que llena de vida las arenas del Kalahari.

Aparte de Galicia, sólo la desértica Botswana respeta tanto la lluvia. Su
moneda nacional es el «pula», que significa agua, y su dios es Ngami, el Señor del Líquido Elemento. Allí, una botella de agua mineral es tan valiosa como un diamante de sus minas.

ENRIQUE V. PITA | TEXTO Y FOTOS
(Nota: algunas fotos son de José Luis Cadahía)

El cauce del Okawango recorre 600 kilómetros del sur de Angola y 400 de la
frontera de Namibia. El delta, una de las joyas naturales del mundo mejor conservadas, preserva una gran biodiversidad. Desde el aire se distinguen las manadas de elefantes, cebras o ñus, que pastan en las islas y juncales de este pantano.

Junto a las palmeras y baobabs conviven leones, hipopótamos o águilas pescadoras. El río, que no cubre por la cintura, se ha convertido en la principal fuente de ingresos de Maun, la ciudad de donde parten los makoristas, los tradicionales remeros de las canoas de madera.

Pero estos piragüistas y pescadores han hecho saltar la alarma pues
temen que las aguas del pantano desaparezcan en los próximos meses y con ellas la rica fauna.

El dedo acusador de los makoristas apunta a la construcción de una presa en el curso alto del río por parte de Angola. Además de reducir el cauce del auga, estos embalses impedirán la llegada de sedimentos que alimenta la vida en este oasis de 15.000 kilómetros cuadrados en las puertas del Kalahari y donde residen 100.000 habitantes.

Los nativos sospechan que ni siquiera la estación de lluvias podrá regenerar la vida. Maun es la ciudad de donde proceden los makoristas del delta. Sus casas bajas con porche recuerdan a los pueblos fronterizos del Oeste americano, con la diferencia de que en los arrabales proliferan
las pallozas circulares con tejado de paja y paredes de colores. Éstas
son construidas con bloques de cemento o latas de Coca-Cola o cerveza
apiladas.

En Main Street, la calle principal, se halla la cadena de comida rápida
Nando’s, coronada por el gallo de Barcelos. En esa zona se celebra a diario el mercadillo, repleto de tiendas chinas de ropa o peluqueros
ambulantes, estos últimos instalados en casetas de madera decoradas con muestras de cortes de pelo pintados a mano. Ahora, muchas familias abandonan el campo y se instalan en las chabolas de los arrabales de Maun, algunas con antena parabólica. Las chozas se extienden a lo largo del cementerio, con las tumbas cubiertas de toldos verdiblancos, y el basurero,
rodeado de restos de chatarra, el cual conduce a la arenosa entrada
del delta. Es allí donde las agencias occidentales reclutan a los
makoristas. A escasos metros, los babuinos y sus crías revuelven en
la basura, junto a perros palleiros famélicos.

En los patios se ven mujeres tendiendo la ropa o limpiándose los dientes y a decenas niños que corretean y saludan siempre sonrientes. Sus hermanos mayores visten uniforme y están por las mañanas en la escuela. Algunos
fotógrafos sostienen que los niños africanos son felices pero la edad
media de vida en Maun no supera los 45 años. Por ello, es difícil ver
ancianos en las calles. Algunos habitantes tienen la costumbre de
caminar deprisa e incluso corriendo, como si el tiempo se acabase.

Los makoristas son reclutados en Maun por las agencias de turismo
sudafricanas. Entre los piragüistas está Freddy, uno de los remeros
más jóvenes de la ciudad. Su sueldo se basa principalmente en las propinas de los turistas, unos tres dólares por dos días de travesía, incluidos
safaris por las islas de palmeras y cruceros para presenciar el rojo atardecer y el tenue brillo de la Cruz del Sur en el cielo austral.

Freddy aspira a convertirse en guía y dedica sus ratos libres a leer un desgastado libro en inglés que identifica las especies que pueblan el delta. Su familia forma parte de los pescadores del pantano, donde capturan
en una jornada docenas de carpas blancas y otros exóticos peces que cocinan en una hoguera a la cena, acompañado de arroz y salsa verde.
Freddy dedicó dos meses a vaciar el tronco de ébano y construir su makoro, una inestable canoa de baobab.


El makorista Philip es uno de los guías más experimentados de la zona. Ha
recorrido durante años las islas del delta, distingue la mejor madera seca, reconoce las huellas de las pistas de elefantes y sabe evitar el viento para que las fieras no olfateen su olor. También ha sido profesor en Maun y habla inglés fluidamente.

Con tristeza, Philip, sentado junto al esqueleto de un elefante muerto
hace dos meses, señala con su mano hacia una planicie repleta de árboles muertos. «El delta se está muriendo. El año pasado, el agua inundaba esta zona y ahora sólo vemos arena y juncos secos».

Los makores miden cuatro metros de largo y sólo pueden transportar a dos personas sentadas sobre haces de paja y su equipaje. Continuamente, estos
gondoleros de África deben achicar con una esponja la proa, reforzada con tiras de neumáticos.

Pero lejos de cantar como los venecianos, los makoristas –entre los que hay muchas muchachas- mantienen un semblante serio durante la travesía, pues en los juncales acechan sorpresas como los hipopótamos o los elefantes que cruzan de isla en isla.

El makorista Philip descarta que la estación seca haya originado la desertización, que evapora le 96% del agua del delta. Philip culpa a las
presas, centrales hidroeléctricas, canales y acueductos que Angola está construye en el curso alto del Okavango, más allá de Rundu y las cataratas Popa. Las orillas del Cubango fueron controladas por la guerrilla Unita durante 27 años de guerra civil, lo que ayudó a preservar la biodiversidad del río. La firma de la paz el año pasado ha agilizado los proyectos hidráulicos del gobierno de Luanda, quien planea construir diez presas.

Pero Angola no es el único que amenaza al delta. Namibia ya tuvo que desistir de levantar una central hidroeléctrica en los rápidos del Popa tras una denuncia que advertía del irreparable daño medioambiental. Este desértico país quiere ampliar su sistema de canales y tuberías en Rundu para extraer agua del Okavango y abastecer a la población de la capital.
Y Botswana ha desarrollado otra presa en Mopipi para abastecer a la mina de diamantes de Orapa. La otra amenaza es el proyecto de un trasvase de agua del río Zaire al Okavango, vía Angola.

UN RÍO SEPARA LAS FÉRTILES GRANJAS SUDAFRICANAS DEL ERIAL DE NAMIBIA

El agua también equivale a riqueza en Zimbabwe. Un ejemplo son los vendedores ambulantes de las cataratas Victoria, quienes venden colgantes con la imagen de Ngami, el dios del río Zambeze. A unos cientos de kilómetros, la región que baña el Okavango también se llama Ngamiland, tierra del Dios agua. Allí, el makorista botswano Philip teme por el futuro del delta. «Angola retendrá el agua hasta que llene su embalse. Pero en los dos próximos meses, el nivel del delta seguirá bajando y, sin agua, la fauna desaparecerá. Cuando llegue la estación húmeda ya será tarde pues nada habrá sobrevivido». Este recuerda que el 20% de la riqueza de Botswana procede del turismo en el delta. El otro 60% se
obtiene de las minas de diamantes, explotadas por la firma De Beers.
Y es que las centrales hidroeléctricas se han convertido en un símbolo de progreso para el África Austral y a la vez fuente de conflictos.

Un ejemplo es Zimbabwe, país que comparte con Zambia las cataratas Victoria. El cauce de esta caída del río Zambeze a cien metros de altura, «descubierta» por el misionero Livingstone, ha disminuido debido a las presas construidas por los gobiernos de Lusaka y Luanda. En el billete de 500 dólares zimbabwés (equivalente a 0,18 euros o a un pula) figura
la imagen de una central térmica y en el de 100 un gigantesco embalse.

Ese es el ideal de desarrollismo que defiende la República Sudáfricana, el gigante económico de la zona. Matt, un profesional blanco de Johanesburgo, sostiene que el modelo sudafricano, «donde se aprecia el valor del dinero», debe servir de inspiración e impulso para el resto de África. Para entender el mensaje basta con acudir a la frontera con Namibia, en la orilla sur del río Orange. Las granjas y ranchos sudafricanos, propiedad
de colonos afrikaners, producen, con la ayuda de molinos de viento y sistemas de irrigación, extensos campos de cultivo cuyo verdor contrasta con la desértica orilla de su país vecino.

Retirado Nelson Mandela, el poder económico de Sudáfrica continúa en manos de los blancos, quienes, junto a los asiáticos, detentan de la propiedad del 90% de los negocios. Las tiendas, restaurantes o farmacias pertenecen
a blancos pero son atendidas por personal negro, mano de obra barata. Éstos ocupan las casas de cemento que, a diferencia de las favelas brasileñas, están rodeadas de muros de hormigón y alejadas de las urbanizaciones de chalés con piscina, césped y alarma antirrobo. Estas pobres ciudades satélite proliferan en los arrabales de las autopistas de Ciudad del Cabo o en el extrarradio de los pueblos agrícolas de estilo holandés cercanos al río Orange. Estas humildes viviendas también son
visibles a un lado de la carretera de Swakorpmund, la capital turística
de estilo bávaro en la Costa de los Esqueletos de Namibia. Lo mismo
ocurre en los accesos de Balvis Bay, el puerto del Atlántico que linda con las dunas del desierto namibio y donde fondea la flota pesquera gallega.

Incluso las discotecas tienen mayoritariamente clientes blancos o negros, con distinta música y precio para cada etnia. Muchos afrikaaners, descendientes de los colonos holandeses, son amigables mientras saborean
la cerveza nacional Castle pero se ofenden cuando el forastero les
pregunta por Soweto, el barrio marginal de Johanesburgo. La población de este conjunto de bloques de viviendas humildes -la más cara cuesta 1,2 millones de euros- fue duramente reprimida durante el apartheid político que concluyó hace una década. Ahora es un reclamo turístico y Winnie Mandela, la ex mujer del primer presidente negro, se deja fotografiar con los visitantes en la puerta de su casa.

Pero tras las sonrisas está la realidad: los rands siguen sin llegar a los bolsillos de los 43 millones de habitantes. El proyecto de Pretoria para fomentar una clase media capitalista entre la población de color no da sus frutos. El mayor nivel de vida sólo ha alcanzado a los funcionarios y políticos. Al amanecer, miles de trabajadores de color cruzan a la carrera los pasos elevados de la autopista de Ciudad del Cabo rumbo a las fábricas del puerto mientras los directivos blancos [y la nueva clase política negra] lo hacen en automóvil.

El auge industrial y minero atrae a inmigrantes del Norte y un ejemplo cruel de esta miseria es que los leones del parque natural Krugger se han especializado en cazar y devorar a numerosos ilegales que cruzan la frontera.


El origen de una guerra
La moneda de Botswana se denomina pula, que significa agua. El líquido elemento es más valioso que los diamantes en este arenoso país del Africa Austral, barrido por el desierto del Kalahari.
La explotación de los recursos acuíferos de los ríos fronterizos Okavango, Chobe y Zambeze se ha convertido en uno de los cinco mayores conflictos internacionales por el agua. Botswana incluso libró una guerra contra su vecina Namibia por la posesión de la isla fluvial de Kasikili-Sedudu del río Chobe, que acoge a 60.000 elefantes y miles de gacelas.


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Texto original: http://www.lavozdegalicia.es/noticia/espana/2012/04/17/safaris-lujo-ranchos-privados-botsuana/0003_201204G17P24994.htm

Safaris de lujo en ranchos privados de Botsuana

El país, a la vez, promociona ecoparques como el delta del Okavango o el Chobe

17 de abril de 2012
Las señales de tráfico entre Botsuana y Zimbabue advierten: «Cuidado con los elefantes que cruzan la carretera». La vida salvaje invade el mundo urbano: familias de babuinos que rebuscan la basura de los contenedores, chacales que merodean por la carretera o las omnipresentes gacelas pastando. Un vuelo en avión por 100 dólares revela la gran diversidad del delta del Okavango: manadas de búfalos y elefantes vagan por esta enorme reserva natural que atrae a miles de turistas cada año para hacer safaris fotográficos con increíbles atardeceres, el croar de ranas en las charcas y noche con vistas a la Cruz del Sur, que no se ve en el cielo del hemisferio norte.
Los safaris incluyen alojamiento en cómodos resorts o bungalós en que se ofrece un variado bufé de asado de gacela o grillos fritos por 20 dólares. Es la prueba de que algunos de esos animales son cazados, pero los guías aseguran que, por una parte, hay que controlar la población y, por otra, la carne que llena el plato del turista no procede de las reservas naturales.
Dado que Botsuana tiene muchos animales, algunos empresarios han montado ranchos privados para la caza mayor, sobre todo en la zona del delta del Okavango, repleta de turistas navegando en canoa, y en el árido desierto del Kalahari Central. Prueba de que los animales son negocio es que algunos cámpings para turistas tienen granjas de cocodrilos y cobran a los forasteros 10 dólares si quieren ver cómo los alimentan: les dejan un burro suelto.
Pero los ranchos de lujo ofrecen algo más selecto. Una concesión de caza en el desértico Kalahari Central abre la temporada en abril y fija un precio de 1.400 dólares por cobrarse una cebra, 4.500 por una jirafa (si está disponible) y 8.000 por un leopardo (requiere reservar diez días de caza). Para un búfalo, la tarifa sube a 25.000 dólares. Pero la gran estrella son los elefantes, que requieren un adelanto de 5.000 dólares que se reembolsa si falla el disparo. Si se abate, el cazador paga entre 35.000 o 60.000 según sea el tamaño de la pieza. El precio se infla con gastos de alojamiento y el traslado en helicóptero desde Maun hasta el rancho.
La mayoría de las expediciones parten de Maun, un bullicioso pueblo donde los nativos alquilan móviles por la calle, los chinos abren bazares y los carteles advierte del peligro del sida.
La vida en el campamento de caza es espartana, dentro del estilo de los safaris turísticos. Los cazadores duermen en tiendas de lona y tener cama es un lujo. Algunos turoperadores dan por sentado que los clientes van a montar y desmontar la tienda a las 5 de la madrugada. Solo después les dan el desayuno, racionado. Por la noche, es mejor no salir de la tienda porque suelen rondar leones y chacales. La vida en el delta del Okawango y el Kalahari es dura para el occidental, que lleva allí un régimen sobrio muy alejado de los tranquilos resorts de Kenia o Tanzania. En Botsuana, los humanos caminan en fila india para engañar a los jaguares y los pájaros avisan a toda la sabana de su presencia. Un elefante es capaz de derribar un árbol de un cabezazo o de machacar con la pata a un cocodrilo que molesta a su cría en el parque del Chobe. Si mueve las orejas es que que te ha olido y estás muerto.

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